Musafir sigue su camino

12 de agosto de 2010

El Apolo del Hermitage


Apollo_Belvedere-Hermitage

Diez de la noche. Te preparas. Dentro del pequeño cuarto, apenas algo de luz mortecina. Una bombilla de bajo consumo parpadeante no te permite pintarte con comodidad la raya de los ojos.
Maquillaje; espesas capas de denso producto oleoso de una marca china impronunciable cubre ya tu curtida piel. Brillo de labios; repasas con el lápiz el contorno de la boca. Sugerente. 
Hoy será un gran día. Mejor aún: una noche excepcional.
Una llamada a la puerta. Golpeteo reiterado. Alguien se muestra impaciente tras el contrachapado de la puerta de cartón y láminas de madera de sapelli de imitación.
Sudor mezclado con esencia de jazmín; aroma de un cigarro puro que se cuela entre las junturas del marco. The Boss. El jefe. Te apremia al trabajo.

Las once de la noche.
Sales de tu madriguera. Transformado; brilla hasta tu alma. Falso cristal de roca viste tus lóbulos por pendientes, y envuelve tus muñecas convertido en barullo de baratos abalorios.
Pero tú sueñas; no con subir las escaleras que ya te aguardan, en este antro. Ansías teatros con más caché. Audiencia más culta; más interesante. Menos cuerpo y más mente…
La música machacona, marrón, como siempre. Ese “run run” que resuena en tu garganta. Te excita; te prepara para el éxtasis.
Nadie dirá nada de drogas en este oficio. Tú sólo bailas sobre el escenario; llamémoslo mejor tarima. Con los flashes del láser y la sala oscura, apenas se ven los churretes de mugre que caen por la caja que forma tu pedestal. No eres una escultura griega de mármol en una de las salas del Hermitage.
Aunque te encantaría sucumbir a los flashes de miles de cámaras de japoneses ansiosos de cultura europea. Me corrigen por aquí: ahora los turistas de ojos rasgados son principalmente surcoreanos… bendita globalización.
Abajo, una horda de ojos enrojecidos y dientes blancos, fruto de la luz fosforescente de los focos. Si pudieran morder, ya serías pasto de las pirañas.
Pero estos dientes no son de piraña;

Las cuatro y cuarto de la mañana: la hora del tiburón llega;
Detrás de las columnas, frenesí. Las presas, en el centro de la pista de baile; los cazadores, tiburones experimentados, se comen las sardinas indefensas…
Bailas; “danzas”, como dirían los hispanos de Estados Unidos en ese “spanglish” trufado. Miles de manos pringosas se posan sobre tus piernas; pero tú sonríes. Disfrutas engañosamente.

Las cinco y media de la madrugada.
¡Qué sangría ahí abajo! Ni las escamas de los peces devorados se ven ya.
Alguien dice por aquí detrás que valdrías para el teatro o el cine: allí sí que se miente.
Qué bien se te da interpretar tu papel. Tan tranquilo, ajeno al espectáculo de la sala. Tienes varios números de móvil insertados en tus zapatos. Amor también engañoso concentrado en nueve cifras.
Cuando acabes, puedes alargar la noche con sabor a chicle de fresa hasta el amanecer… Ya lo sabes; ya lo has hecho; y seguirás.

Las siete de la mañana.
Después de ocho horas en aquel tugurio, tus oídos han perdido hoy su dosis diaria de sensibilidad. Te pagan bien, piensas. Pero sabes que en unos años, podrías quedarte literalmente sordo.
Sordo ya lo está tu ánimo. Hay tanto alcohol pulverizado en el aire que no pasarías el test de alcoholemia.
Ya no queda nadie en la pista de baile; ni pirañas, ni tiburones… ni por supuesto, sardinas.
Vuelves por la escalerilla, abajo; tu cuarto espera. La roña que cubre tu rostro ya no es maquillaje. Limpias tu facha ficticia. Por dentro, ya deberías también hacer lo propio. Pero el algodón no te llega al corazón.

Las siete y media de la mañana.
Móvil en mano. Recuerdas ciertos rostros de la sala; mejor dicho: algunos cuerpos de estatua griega, esos sí, pegados a una cabeza.
Nueve cifras para llegar al amor. Sencilla transacción del azar. Eliges el papelito, ¡y listo!
Quince minutos nada más de espera. Ahí lo tienes. Golpean de nuevo a tu puerta. El dueño del seis cero nueve… y seis cifras más ha respondido a tu llamada y desea verte. El que se sentía tiburón allí en la pista, puede dejarse al final devorar… eres un maestro de la pesca sin muerte…

Amor tarificado por segundos, como se les obligó finalmente a las compañías de telefonía.
Te reclinas sobre el sofá; incómodo, pero es lo que hay; Mientras tu amante te roba caricias a la piel, no recuerdas su nombre: ¿movistar? ¿vodafone?, ¿orange? ¿yoigo?…
Amor horizontal; plano; como la barra de la discoteca que te da de comer.
Qué más da el olor a tabaco impregnado en su ropa. O el aliento a JB con cocacola en su boca.
Mañana al mediodía no recordarás nada: “el teléfono marcado esta apagado o fuera de cobertura”.
¿Acaso importará ya que tu adonis nocturno no responda? Él no vive como las esculturas de mármol de tus sueños en el Hermitage. Y tú no habitas en el palacio de Cristal.
Al final caes rendido. El cansancio sí que te seduce sin prefijos ni errores de conexión. Apolo ya se marchó.
A media tarde cuando apenas despiertes, repetirás este ritual absurdo de nuevo:
“Por favor, inténtelo de nuevo más tarde” te repetirás a ti mismo recostado sobre tu sofá de polivinilo azul celeste;
“Por favor, inténtelo de nuevo más tarde”.

Las cuatro y media de la tarde.

“Ha sido imposible realizar la conexión”.
“El teléfono marcado esta apagado o fuera de cobertura”.
“Por favor inténtelo de nuevo más tarde…”
“pii, pii, pii…”

31 de marzo de 2010

La mirada de fuego

Ekia

 

Ekía es como un niño pequeño. Y no alcanza a comprender que tiene un poder especial.

Ekía quema; deslumbra. Su mirada brillante ciega a quien osa mantener la vista en él.

Blanco nuclear. El cielo pierde su azul intenso cuando Ekía está presente.

No puede controlar su fuerza; su don.

Ekía no puede mirarse a un espejo. Su propio reflejo acabaría con él. Abrasado; cegado.

Dice sentirse como pez en el agua por las noches. En verdad, la noche no existe para él.

No hay estrellas en el cielo nocturno de Ekía.

 

Ekía no puede probar el agua. Ésta huye de él, se evapora entre sus manos.

Ekía derrocha energía. La regala sin pedir nada a cambio.

Lástima que el resto de los hombres no sepa canalizar este regalo.

Ekía sufre también: por él se secan las plantas.

Ekía mata de sed; y de calor.

No puede darte un abrazo, ni acariciar tu mano: te abrasa la piel.

 

Pero Ekía hace florecer los prados y madurar las cosechas.

Los hombres se alimentan gracias a él.

Cuando hace frío, los gatos le buscan entre los tejados.

 

Ekía sólo teme a Ilarguía: Luna blanca con cara de felino. Sólo ella sabe eclipsarlo. Reducirlo en su fuerza.

 

Ekía no es mal chico; sólo que no controla su poder.

Como un niño con el mando en su mano, puede llegar a ser todo un tirano.

Pero en este invierno frío, todos le hemos echado de menos. Más en el norte.

 

Ekía, el niño de mirada de fuego…

27 de febrero de 2010

Sol de medianoche

 

sol_medianoche

 

 

No entiendo;

Por qué brilla el sol…

Es noche cerrada; la piel se torna azulada bajo la mirada discreta de los astros.

Gotas de sudor frío; plata líquida por las mejillas. No llora nadie; y calor, no hace.

Por qué quema , entonces, el cielo nocturno…

Veo signos, glifos, runas… escritura ancestral, indescifrable en la penumbra.

Corteza de árbol tallada; rocas ásperas; tapiz de musgo blando…

Frescor de vereda oculta entre los árboles; acaso ruta secreta…

Camino azul; agua violeta. ¿Es este un mundo irreal?

No hay nadie, pero se oye una voz susurrante. Me espía.

Es dulce, pero apenas parece mordisquear mis oídos con la sal de sus notas claras.

Cadenas, que brillan con el color metálico de la luna llena.

Casi me parece que toco el musgo, no verde; es pardo; corto y firme.

Yo no sé si un niño; y sin embargo la sonrisa pícara se intuye entre los arbustos grises.

Yo no sé si juega; pero tengo la sensación de que siempre gana.

Como viento entre las ramas; desnuda la voluntad de los caminantes. Frío; calor…

Veloz, ágil, imprevisible… los pájaros no merodean despiertos en la noche; quién aguarda, pues…

Acaso otro sueño de Musafir…

No tomaría nuestro viajero vino de ambrosía antes de dormirse…

 

 

Musafir está recostado sobre una roca llena de suave musgo, junto al riachuelo.

Se despierta sobresaltado…

No hay nadie.

La sonrisa sí que se ve reflejada en las aguas del arroyo.

Pero no quiere mirar al frente. Temor; quizás vergüenza…

Tiene las manos azules; temblorosas.

Le corren gotas de plata por el rostro…

Dónde acaba el sueño…

Cuándo acaba el sueño…

La mente a veces nos engaña;

Otras, nos hace creer que nos engaña…

 

Luego dirán que el sol no luce en la medianoche…

Eso debe pensar Musafir en esta noche invernal, extraña…

25 de diciembre de 2009

Las ilusiones de Aswad

 

aswad

 

La anciana, conmovida, se dirige al pequeño Aswad:

-Niño, no te lleves las manos a los ojos, ¿qué razón hay para llorar ahora?

 

Aswad, es un chico menudo, de tez morena. Agazapado, hecho un ovillo, llora desconsoladamente.

-Serás muy feliz, ya lo verás. Tendrás una habitación más grande que tu propia casa; llena de juguetes…

-Debes estar contento criatura, no todo el mundo puede decir… no todos entienden…

Pero la anciana no puede acabar las frases; ella también empieza a sucumbir a la emoción, y alguna lágrima corre por sus mejillas. Una piel arrugada por casi un siglo de sol impregnado.

 

Calor pegajoso. La conferencia ya había acabado.

En la puerta del hotel, un taxi, de esos que parecen sacados de las películas de Hollywood de los años 50 espera a Musafir.

Revuelo; la gente de repente se excita y se arremolina en la avenida.

Apenas cerrar la puerta del coche, ni unos metros avanza.

 

Musafir observa impotente el espectáculo.

El taxi está metido en un atasco de órdago. Nadie avanza; la muchedumbre es tal, que cuesta creer que aquello sea el centro de una avenida llena de carriles para el tráfico.

Le pregunta al taxista, qué es todo ese jaleo.

El pobre hombre, que no habla el idioma de Musafir, tan sólo grita excitado un nombre: “¡¡Aswad, Aswad!!”

Y le enseña un periódico trajinado ya de tanto sobe donde se aprecia la foto de un chiquillo, acompañada de unos titulares enormes, pero incomprensibles para Musafir.

-¡Maldito país!, –se le escapa a Musafir, en un arrebato de impotencia lingüística; –Si por lo menos usaran el alfabeto latino, ¡¡algo se entendería…!!

 

Habrá que perdonar al pobre viajero, en esta ocasión por su imprudencia.

Su avión no espera a que celebridades locales, reciban su baño de multitudes. Ya llega con el tiempo justo al aeropuerto.

 

Después de otros quince minutos, clavados en el mismo lugar, por fin, el tráfico se reanuda. Una brigada de policías, o militares, (Musafir no distingue mucho ese uniforme color caqui de uno u otro cuerpo de seguridad), han empezado a dar porrazos a los motoristas, ciclistas, porteadores, y demás componentes del enjambre humano, para descongestionar la circulación.

 

Llegado ya con el tiempo consumido, con la lengua fuera, y los nervios a flor de piel, en el aeropuerto.

 

Una enorme pantalla de plasma, junto a la zona de facturación, no para de vomitar noticias de aquel país construido de galimatías.

Por fin, algo en inglés, musita Musafir, que presta por un momento más atención a la televisión.

Allí, un rostro conocido: el niño que salía en el periódico manoseado que se dejó Musafir en el asiento de atrás del taxi.

 

“Aswad, el niño, héroe nacional”.

 

Una viejita, tapada de arriba abajo con una especie de túnica azul, mira desconsolada la pantalla enorme. Se lleva las manos al rostro, intentando limpiarse las lágrimas.

 

Musafir no sabe en esta ocasión, que es la abuela del niño. Nadie con ella. Sola en aquella sala del aeropuerto.

Las imágenes muestran al niño subiendo a un avión. Se va.

 

Injusto este mundo; la fama, arranca a un pequeño de su hogar.

Economía de mercado, incluso en este paraíso.

 

Musafir vuela de retorno a su casa; pensativo.

10 de julio de 2009

La predicción de Shamsain

 

shamsain

 

-¿Ves el tablero?, –le inquiere el misterioso personaje a Musafir.

 

Y, sin dejarle contestar, prosigue:

 

-Los antiguos persas llamaban a este juego shatranj, “preocupación del Sha” o sea, preocupación del Rey.

Un cuadrado de 8 x 8 casillas, alternadas en blanco y negro. Dos ejércitos enfrentados en imaginaria batalla, pero tan real en su crueldad como la más auténtica de las guerras.

 

La sala era enorme. Las ventanas tamizaban una luz cálida, ya de crepúsculo, velada apenas por el aromático sándalo, que ardía pausadamente en pequeños pebeteros discretamente situados en las esquinas.

Cojines de seda púrpura sobre una alfombra persa adornada de ricos colores y figuras geométricas y, al pie de la mesa del tablero, una bandeja de plata, llena de racimos de uvas, dulces como la miel.

Apenas un hilo de música claramente oriental se podía percibir. Timbales lejanos; un sitar; la ronca melodía de un cuerno que le recordó a Musafir el sonido del alboque; una voz de chica joven, cantando levemente, como para no molestar…

 

Musafir no sabe si esto es otro sueño de los suyos, pero el dulzor de las uvas crujientes en su boca no deja lugar a dudas.

 

-Caminante, ¿aún no reconoces este juego?, –le indica el enigmático personaje, que por fin, se ha sentado con ceremonia junto a Musafir.

-Musafir vacila apenas unos momentos. –Creo que lo que aquí llamas shatranj, es lo que en occidente conocemos como “ajedrez”.

Reconozco el tablero, y la disposición de los ejércitos rivales, uno claro; el otro oscuro. Pero no identifico todas las figuras; me falta la Reina y la Torre… ¿Un elefante? –yo imaginaba un caballero con armadura…

 

-En verdad es el juego del ajedrez, amigo Musafir. –Tiene su origen probable en la India; y sí, donde tú buscarías una Torre, nosotros tenemos un guerrero, y donde tú ves la reina, un general fiel a su rey, el Sha. El elefante tiene su explicación: tú ves en tus tableros a un caballero con armadura, un “alfil”; pues cierto es, que Al-fil, significa “el elefante” en la lengua de los creyentes del Califato de Bagdad. Habéis conservado el nombre, y mutado la figura…

 

Musafir estaba disfrutando de las explicaciones y de la cena en compañía de tan enigmático anfitrión. No sabe quién es; no sabe cómo ha llegado hasta esta especie de palacio, traído más bien a la realidad procedente de la imaginación de cualquier niño que hubiera leído “Las mil y una noches”…

 

-Decidme, oh señor, quién sois. -La ceremoniosidad parecía contagiar el ánimo de Musafir.

La cercanía del personaje al mismo tiempo que la distancia, estaba dejando a Musafir realmente confuso… Contrastes para un acompañante de este viejo caminante que es Musafir… eso, en el fondo, hacía más interesante a aquel hombre.

 

-Observa, amigo que vienes de tierras en verdad lejanas, cómo se va ocultando la luz del sol. Aquí nuestras cenas ocurren antes de que salga la luna. Hoy tienes suerte, pues es casi luna llena. Disfrutarás, así, de una velada más larga de lo habitual…

 

-No entiendo, a pesar de encontrarme verdaderamente sereno, señor. –Respondió el cada vez más desorientado Musafir.

 

-Como dos soles, hoy he gozado de tu visita. Azar, o designios de Alá, (alabado sea)… pero aquí estás, experimentado caminante.

 

Musafir estaba callado, tendido sobre los cojines, saboreando otro racimo de carnosas uvas.

 

El blanco, y el negro… como el juego del shatranj…

La luz cálida y dorada del sol, y los reflejos azulados de plata de la luna…

Tu acento y vestimentas ceñidas occidentales, y muestra lengua pura, junto a nuestras ropas, más holgadas…

 

Dicen que en la dualidad está la verdadera mesura de las cosas. Nada es blanco o negro; sino las dos cosas a la vez; o ninguna al mismo tiempo…

Shamsain me pusieron por nombre. Rey de la luz diurna, por el sol; y amante de los encantos nocturnos de la luna…

 

Pero yo ya te esperaba, Musafir…

Mi astrólogo lo vio escrito durante la luna creciente que precede al solsticio de verano:

“Llegará, a modo de caminante; lo reconocerás por su acento extranjero y sus pies cansados… Le ofrecerás cobijo y alimento… pues así está escrito que ocurrirá”.

 

-Señor, os agradezco la hospitalidad, pero en verdad soy caminante por vocación; mis reales apenas se asientan más de unas pocas jornadas en la misma morada… debo continuar mi camino.

 

-Veo que tu pelo ya empieza a ser canoso, Musafir. Y seguramente tu frente se arrugará aún más. Pero ten la certeza de que no será por los vientos del camino… la sabiduría que adquirirás en mi casa, se encargará de modelar tu rostro, con suavidad, sin asperezas…

Debes permanecer aquí.

 

-Pero, señor…

 

-Calla, ahora, Musafir. Empecemos la partida de ajedrez… Tiempo es lo que no nos falta. Te enseñaré a manejar tanto el ejército claro, como el oscuro…

¿Quieres más racimos de uvas?…

 

Y Musafir, lentamente, como embriagado por las palabras de Shamsain, se deja seducir por el aroma a sándalo; y apenas la luz tenue de la luna llena, que ya se cuela por las ventanas es la que lo ilumina…

-Y dices, Shamsain, que el Rey, o sea, el Sha, se mueve en todas direcciones sobre el tablero…´

 

-En efecto; pero sólo un paso de cada vez… no hay prisa, Musafir; no hay prisa… el Sha mide todos sus pasos, con dulzor, como las uvas que degustas.

 

Y allí, en aquella sala ricamente adornada, tumbado junto a la mesa de ajedrez, alienado ya en su voluntad por efecto del dulzor de las uvas maduras, y la suave voz de Shamsain, quedó plácidamente dormido Musafir. Con una de las piezas del ajedrez en su mano…

 

Shamsain observa en silencio a Musafir.

“Vendrá de occidente, un viajero caminante, a compartir tablero de juego, en la jornada previa a la luna llena, tras el solsticio…” “Está escrito, y así será”…

-Por dios, que los cielos tenían razón, –exclama para sus adentros Shamsain.

 

 

 

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16 de junio de 2009

Iparilargia, ya no… (Luna del Norte)

iparargia

 

No le diga nadie a Musafir que es verano;

Bastante extraña ya se pintó sola la primavera, y más en esta región.

Que no le digan a Musafir que las praderas se vistieron de flores que no corresponden a esta época del año.

Nadie se atreva, ni tan solo, a denunciar que el verde de los prados, no es el verde del mes de mayo, como acostumbraba.

Ni se atrevan a mentirle a Musafir, para confundirle con tierras que no baña la mar.

Que el pueblo que pisan los desgastados pies de Musafir en estas fechas, no aparenta en absoluto un pueblo.

No hay murallas; ¿por qué parece una capital, un burgo, al estilo de la Europa del siglo XIV? Musafir no comprende…

 

Que fluyen apacibles un par de ríos; pero que no son corrientes de agua;

Que sea Musafir el que fluye envuelto en dos regueros, ¿es tan extraño acaso?

Adopta la forma de las calles; adoquines pisados; reflejos de la fuente en una plaza. Los cántaros van y vienen. Sorben de la esencia misma de Musafir.

No se ve Musafir; ya ni siquiera se siente; se transforma. Es agua, por fin.

 

Pero Musafir no se sabe ya persona: se cree idea; silenciosa y simple, que se cuela entre las rendijas; gotas azules de rocío, aspirando el color de las letras impresas en los libros; Que vibran en su más oscuro interior al ser pronunciadas en moradas palabras que le va narrando ese abuelo a su nieto.

Inhalando el dorado azahar que impregna los naranjos violetas de los campos de los alrededores.

Mezclándose con el trigo segado de los prados. Tres meses de trabajos, y tres parcelas fértiles, mecidas por el viento.

Es Musafir entonces, tan sólo aire.

 

¿Por qué las paredes, los muros de las casas burbujean así?

Como moléculas microscópicas, tetraédricas, Musafir se adhiere, al fino polvillo rojizo del suelo.

Pierde acaso el albo vuelo, de saeta, y se densifica. Se intuye incluso un par de ojos sufridos; negros; redondos.

Allí mira al frente. Colosales estructuras, vivas, crujientes por la madera y el efecto del sol.

Adobe, marrón; las cuatro paredes espumean como el café, y se elevan cada vez más, hacia el cielo.

Cielo sólido, azul como él solo sabe. Pentágono místico fundido en abrazo con la espuma de muros contradictoriamente blandos.

A Musafir algo se le escapa…

Aquellos paisanos con sus manos depositan semillas y esperanza en Musafir;

Lo ven ahora como un pedazo de suelo cuadrado, sencillo.

Tan solo es tierra.

 

Que Musafir ya no flota; ni fluye.

Si le dicen que arde, no le convencería la idea.

Si le dieran calor, en este verano llegado, sería alma roja.

El sol se lo come con su radiación. Por encima de los tejados de terracota cocida, a Musafir se le inflama la sangre;

¿Quién detiene ya a Musafir? ni los nueve rayos destructores; que son tan morados de carne morada, que no asustarían al calor de la llama encendida en tridente íntimo.

Es fuego.

 

Ya has conectado, Musafir. Todo será más fácil ahora.

He esperado este momento durante más siglos azules de los que puedas evocar, ya lo sabes.

No te resistas.

Las ráfagas naranjas de tu pasado…

El aire; y el agua; y la tierra; y el fuego…

 

Los cuatro elementos esenciales según los antiguos. Te los he traído hoy.

Han purificado esos ciclos de lunas grises septentrionales tan ásperas tuyas que aquí, sin apenas darte cuenta, y de esta manera, concluyen.

 

Iparilargia, ya no…

 

 

 

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23 de abril de 2009

El vuelo de Majnún

 

majnun

 

 

 

Junto al camino, en la entrada del pueblo, una estela de piedra:

“Aquí dejamos constancia del infortunio que atormentó a quien en algún lugar yace; por el alma de Majnún, que no pudo, o no supo, alcanzar el cielo”.

 

Esta historia no debería tener en realidad un narrador, –me comenta Musafir.

Que no debería de haber acontecido ningún hecho desafortunado que manchase el plácido y tranquilo devenir de las cosas en este pequeño pueblecito de gentes sencillas y trabajadoras…

 

-¿Qué fue lo que pasó?, –acierto a preguntarle a Musafir.

Amigo mío, hace tanto tiempo de aquello…

¿No ves cómo está de desgastada la piedra?; apenas se reconocen en ella las palabras labradas…

 

Sí, pero la gente recordará, supongo…

Y Musafir, tomando aire, ceremoniosamente, señala hacia las montañas lejanas:

-¿Ves los picos que asoman altivos en la sierra?

-Sí, -le respondo.

Ellos, y los traicioneros vientos de poniente… ésos, fueron los actores que aniquilaron la ilusión de Majnún.

 

-Maestro Musafir, no consigo entender…

 

Y Musafir, al fin, empieza el relato:

 

-En aquella época, el hecho de que uno de los habitantes del pueblo tuviera los ojos azules, ya era algo llamativo, pero desde luego, no era una excepcionalidad. Todos los pobladores de esa región hacía años, (si no generaciones), que habían entrado en contacto con las comunidades de las ciudades de comerciantes del norte; más altos, de piel y ojos claros y, según todos los estudiosos, más civilizados y cultos.

-Bien, pero, ¿qué tiene que ver esto con Majnún?, Musafir; –le interrumpo.

 

Verás, Majnún no era originario de la región. Él era descendiente de aquellos pueblos norteños, y al parecer, heredó de ellos su inquietud por la ciencia y el conocimiento.

Siempre atareado en las labores de ayudante de su padre, en la carpintería, no desaprovechaba la ocasión para, en un rato libre, empezar a imaginar artilugios de las más variopintas formas y cometidos: Que si una máquina para calentar el horno automáticamente, que si un sistema para elevar el agua del río hasta las azoteas de las casas… en definitiva: todo un genio.

 

Pero un día, sentado al pie de la vereda, junto al río, y mirando hacia las montañas, observó el vuelo suave y preciso de las aves. Aquello le hizo reflexionar…

Volar… el sueño de todo hombre, desde el origen del mismo. Como un pájaro.

 

Noches y días, robando tiempo al mismo descanso, para concebir un artilugio, que ayudara al hombre a volar… como un pájaro. Esa era la obsesión de Majnún.

Atravesar las montañas; ver qué hay más allá. Apenas unas decenas de kilómetros eran, en esa época, más que un simple viaje.

Plumas de ave, cera, cola de carpintero…

Un bastidor de madera, cogido cual arnés al cuerpo desnudo, y todo lo demás combinado con ingenio. Esa era la receta que Majnún esperaba que surtiera efecto: Quería volar.

En el pueblo, los comentarios empezaron a hacerse llamativos:

-¿Volar? ¡qué locura! Dios no le dio alas al hombre, para poder volar…

Ese era el sentir general de la gente. El cura del pueblo, no mejoraba la situación:

-Majnún, el hijo del carpintero, como nuestro mesías, que estás desafiando las leyes de Dios… ¡Eres un verdadero loco! y como sigas así, ¡tendrás tu castigo divino! –Así se desahogaba el párroco cada domingo en su homilía.

Los contrariados padres de Majnún no comprendían la cabezonería de su hijo; cierto que algunos de sus ingeniosos inventos funcionaban realmente, pero esto… volar lo veían algo imposible, y estaban preocupados por él.

 

Pero Majnún no cejaba, y con cada nueva burla y desprecio por parte de sus vecinos, más claro tenía que quería empezar su viaje.

 

¿Qué razones ocultas pueden llevar a un ser humano prácticamente a su destrucción anunciada…?

Majnún calla hoy como calló entonces. Las semanas previas a su puesta en escena, fueron días de silencio entre Majnún y su familia; ya hacía tiempo que los habitantes del pueblo le habían retirado casi el saludo.

Las malas lenguas, dicen incluso que el pobre Majnún se pasaba horas y horas enteras, por las noches, junto al río, mirando embelesado a sus montañas… esas que quería a toda costa superar.

Majnún, el incomprendido loco, que casi embriagado como un pobre enamorado, buscaba no sabemos qué, en otros valles lejanos…

 

Llegó el día. Mejor dicho, la noche. El temor a que los vecinos lo detuvieran en el último momento, hizo que la partida se preparase al anochecer, y el intento por escapar de su valle, de su aldea, se programase para antes del alba.

Así fue. Majnún estaba convencido. Se ató el arnés recubierto con las plumas de ganso y oca sobre las varillas de madera, y ascendió la pequeña colina que hay junto al lavadero. Allí pensaba Majnún que los vientos nocturnos, justo antes de la amanecida, lo impulsarían valle abajo, para remontar el vuelo en mismo límite entre el prado y  el murete sobre el río. Todo meticulosamente calculado.

 

El guión se cumplió. Majnún, alado cual Ícaro mitológico, se lanzó desde la colina, valle abajo.

Justo antes de llegar al puente que salva el río, efectivamente, un soplo de aire empujó a Majnún hacia el cielo.

¡Volaba! ¡Majnún estaba realmente volando!

El alba ya se anunciaba. Las cumbres de sus anheladas montañas, lucían del color del oro.

Aire limpio; ni una nube. Abajo, quedaba el pueblo. Los campos ya vestidos de verde primaveral, eran preciosos desde esta perspectiva.

Cada vez más alto; más lejos. Los pájaros se asustaban ante tamaña ave; Majnún parecía planear, acariciado por corrientes de aire que lo elevaban cada vez más.

 

-¡Allá voy, por fin! –¡Espérame, tan sólo las cimas de las montañas nos separan ya!

 

Llegando estaba Majnún a sus montañas; su frontera; buscaba lo desconocido más allá. ¿O quizás no?

¿Por qué gritaba Majnún “¡espérame!” con total excitación… ?

¿Acaso, alguien al otro lado, en verdad, lo esperaba…? ¿O simplemente era una expresión retórica, fruto de la emoción del momento?…

 

 

-No te puedo responder ahora a estas incógnitas, amigo; –me dice Musafir. –La historia entra en su parte final.

-Yo, que llevaba todo el rato callado como un buen oyente, apenas murmuro con aprobación.

 

-Verás, prosigue Musafir, –algo horrible estaba a punto de suceder.

Majnún volaba, hacia su destino. Los rayos del sol empezaban a lamer las laderas de las montañas, que se acercaban más y más a Majnún. Y las corrientes de aire nocturno que habían elevado a nuestro águila hacia el cielo, perdían fuerza.

El planeo suave y exitoso, empezó a perder viveza. Majnún perdía altura. Las montañas, ya no a la vista en la lejanía; sino más bien bajo sus pies. Cae cada vez más pronunciadamente. Y el instinto le hizo una mala pasada:

Majnún empezó a aletear; cada vez más enérgicamente; intentando hacer funcionar unas alas que no habían sido concebidas realmente para ello. Presa del pánico, Majnún ve como literalmente sus alas se desintegran; ausencia de viento; el calor del sol mañanero… y plumas descolgadas de su arnés; la cola de carpintero, derritiéndose por el calor del día y el sobreesfuerzo del batir de las alas…

Al final, un armazón de madera, pesado, sobre sus espaldas. El vacío negro, infinito. Un abismo que engulle las ilusiones de Majnún. Una garganta de un gigante enfurecido que se traga el deseo de atravesar las montañas.

Imposible dar ni tan solo la vuelta. Majnún se pierde en el abrazo mortal de unos riscos afilados que no perdonan la caída desde los cielos.

 

 

-Como el Angel Caído, así fue castigado Majnún por su osadía. -Las palabras hoy más hirientes que nunca del cura, se meten en los oídos de los sufridos feligreses.

-Majnún desafió a Dios, hermanos y hermanas… y Dios, le ha castigado por ello.

 

La parroquia no emite ni un solo sonido; ni una voz que disienta… nada.

La ceremonia en recuerdo de Majnún deja a todos sumidos en el silencio más clamoroso si cabe. Casi un juicio, más que un homenaje…

Vecinos del pueblo y de los alrededores se acercan a expresar sus condolencias a los familiares de Majnún. Ritual escenificado años y años…  aunque no conocieran de nada al pobre Majnún, ni a su familia… pero el teatrillo del duelo colectivo, que no falte.

 

Tras esta procesión de falsas condolencias, alguien, discretamente, se acerca a los padres de Majnún.

Nadie ha reparado en la figura de este personaje, a pesar de que va tapado de arriba abajo con una especie de túnica con capucha. No se le ve ni la cara… apenas los pies o las manos.

Frente al padre de Majnún, pero con la cabeza gacha, el misterioso personaje le entrega una especie de sobrecillo que lleva en el bolsillo.

-Señor, me envían para que justifique las dudas que acertadamente tenéis.

He caminado jornadas enteras sin descanso para arribar a tiempo…

Vengo del valle, más allá de las montañas que vuestro hijo no logró atravesar…

 

-¿Pero, quién es usted? –con lágrimas en los ojos apenas acierta a pronunciar el padre de Majnún.

-Eso no importa ahora; –leed la carta, y desaparecerán vuestros desvelos; –yo he cumplido así mi misión, y parto ya a mi país.

Y, sin apenas notoriedad, el personaje misterioso, se aleja por la capilla, entre sombras, y desaparece.

 

Al día siguiente, se produjo el entierro, por decirlo así. (Al pobre Majnún, realmente, no llegaron a encontrarlo). Tan sólo los restos del arnés, aún medio cubierto de plumas, fueron encontrados por un pastor que deambulaba por aquellas laderas lejanas.

 

Y así fue como se enterró, bajo una estela de piedra que recuerde al muchacho, los restos de Majnún. No pudo ser en el cementerio, precisamente por no haberse encontrado físicamente el cuerpo, y porque, una vez más, el párroco se negó a dar sepultura a unos trozos de madera cubiertos de plumas y cola de carpintero…

 

-Pero, Musafir, ¿qué pasó con la carta? ¿Se aclaró algo?

¡Ah, amigo! –cierto es.

 

El padre, días después, se atrevió a leer por fin tan extraña misiva.

No le devolvió desde luego a su hijo, pero hizo que comprendiera todo: los anhelos de su hijo; su obsesión por atravesar las montañas… su deseo casi imposible de volar…

Comprendió, entonces, que las ganas de volar no eran tanto físicas, sino más bien mentales. Una necesidad de dejar atrás ese pequeño universo de mentes más bien encogidas y acartonadas.

 

-No entiendo nada, Musafir.

 

-Amigo mío, está muy claro: Majnún estaba cansado de la vida de su pueblo; de la falta de inquietudes de los habitantes de su comarca… ¿Recuerdas? él procedía de los pueblos del norte. Y nunca perdió el contacto con ellos. Se escribía periódicamente con gentes del otro valle, más allá de las montañas. Intercambiaban conocimientos, vía cartas.

Esas fueron las cartas que descubrió el padre de Majnún, tras leer las indicaciones que aparecían en la última que recibió de aquel ser extraño que se personó en la iglesia…

Todo: desde conocimientos científicos, como dibujos, y esquemas de parte de sus inventos; teorías matemáticas sobre la potencia del vapor y los fenómenos adiabáticos… pasando por debates filosóficos, éticos y morales… que desde luego le hacían ver la vida desde otra perspectiva a la que el sentido religiosos de sus vecinos lo tenía acostumbrado. Majnún no encajaba en aquella sociedad…

 

-Pero, sólo por eso, decide casi exponerse a la muerte… ¿de qué huía? –le pregunto a Musafir.

 

No, no fue la huída lo que impulsó a Majnún a salir de su pueblo. Fue la idea del “encuentro”.

 

-A ver, explícate, Musafir.

 

-Amor, amigo; amor; que después de ciencia, y conocimiento filosófico, es lo que en realidad pierde las conciencias de los hombres…

Majnún se marchó por amor. Días, semanas, años… escribiéndose; esperando con verdadera devoción una carta que, de manera furtiva, llegaba traída por un emisario anónimo cada noche de lunes. Cuando todos pensaban que Majnún descansaba, perdido junto al río; cuando los vecinos le veían cómo se quedaba embobado como un loco mirando hacia sus montañas… Majnún se mordía las ganas de recoger las preciadas cartas que le escribían desde el otro valle, y entregar a cambio, las suyas.

 

Majnún se sentía poderoso; sabio; quiso sorprender a la persona que amaba, con un encuentro digno de sus capacidades científicas; deseaba poner en práctica todo aquello que había aprendido durante el meloso carteo con esa persona amada del otro lado de las montañas…

Pero salió mal; un último cálculo mal hecho; precipitación; un viento que falló al amanecer… quién sabe ya…

Majnún no llegó a atravesar la barrera que fue infranqueable para él. Sus montañas, al final, le privaron de llegar a alcanzar siquiera con los dedos, su meta; su destino.

 

Quizás, no sólo fueran los ojos azules de Majnún los que le diferenciaban en realidad del resto de sus vecinos…

Su capacidad e inteligencia superior a la de los suyos queda fuera de dudas. Pero lo que le igualaba con ellos era precisamente, su condición humana. Y los sentimientos, en este caso, prevalecieron sobre la razón.

 

Así fue como Majnún, llamado el loco por sus vecinos, murió en sacrificio presentado ante sus queridas montañas; por un amor localizado más allá, tras la frontera de cumbres inalcanzadas que aunque nunca llegó a sobrepasar con la mirada, sí consiguió mediante las letras de sus cartas.

 

-Y así acaba la historia, que como te dije al principio, nunca debió tener un narrador. O por lo menos, no debería de haber sido contada tal y como yo lo he hecho esta noche…

 

 

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