20 de octubre de 2006

Las manos de Mamadou



Parece que fuera hace apenas un instante, y ya hace más de tres meses. La primavera se nos despedía con calor, dejándonos en manos del implacable señor del verano.
Calor habitual en estas fechas, es natural.
A mediados de agosto tuve mi primer encuentro con Mamadou. Un tipo del África subsahariana llegado como otros tantos seguramente en patera a las costas del sur de esta vieja Europa, poco acostumbrada ahora a ver otra tez más oscura que la suya clara.
A pesar del calor asfixiante, Mamadou está de pie, en la obra, y mantiene una pose firme, casi mayestática entre hierros, cajones de encofrado y tablones de madera.
Casi me saca una cabeza de altura, y su figura esbelta se acrecenta con su casco blanco sobre su tostada piel negra.
Los demás compañeros bromean con él; algunos comentarios son casi de mal gusto... todo sin sobrepasar el umbral de la descalificación, pero jugando al borde. Y es que, en el filo del forjado, bajo la amenazadora silueta de la grúa que pasa por encima de nuestras cabezas con otro cargamento de barras de hierro de más de siete metros de largo, y a más de cuatro metros del suelo, las bromas han de ser pocas.
La camisa sudada, está raida ya de tanto sol y viento impregnados a fuerza de días y dias. El óxido de las enormes barras de hierro corrugado tizna, apenas las roces, toda tu ropa y te quema la piel.
Hay que andar con cuidado, si no quieres que los hierros te corten, afilados sus bordes casi como cuchillas de afeitar.
Tiene "Mama", como lo llaman afectuosamente los demás, todo su equipo de trabajo: unas botas de seguridad, casco, arnés de protección, martillo homologado y una cinta métrica. Además de un par de guantes.
Al final de la jornada, sobre las siete de la tarde, Mamadou se quita la ropa de trabajo. Es entonces cuando me fijé en sus manos. Esas no me engañan. Debajo de los guantes, las manos están gastadas. El tiempo se graba en sus cicatrices, y me narran con la imagen, lo que los ojos de "Mama" callan.

¿Cómo llegaría a España?
Él no quiere contarnos su Odisea particular. Quizás, nadie tampoco se atreva a preguntarle.
Sólo sé que echa de menos a su familia, allá en algún país africano.
Alguien puede pensar que lo que más le gustaría a Mamadou es traerse a su familia a esta parte feliz del mundo.
Y por el contrario, no es así.
"Mama" recorre todas las semanas los más de ciento cuarenta kilómetros que hay entre su casa y el trabajo, como otros muchos imigrantes de orígenes dispares. Trabaja de "ferralla", que es la persona encargada de colocar las barras de hierro que vemos en una obra antes de echar el hormigón.
En el tajo, una mezcla entre español básico, inglés pidgin y fránces criollo, resuena ante mí. Agunos de los compañeros de cuadrilla de Mama ni siquiera hablan español, y se intercambian órdenes en alguna lengua africana imposible de determinar...
En esta Torre de Babel literal, que va creciendo día tras día a fuerza de dejarse estos trabajadores las manos, es donde se están forjando los sueños de muchas personas.
Las manos de Mamadou, al final de día, secan el sudor de su frente. Cada jornada es un día menos que le queda en España. Sí. Porque Mama tiene su alma en África, con los suyos. Unos miles de euros se esfuman rápido en esta orilla rica del mar; pero al sur, los planes de Mama pasan por construirse una casa en su aldea natal. Para él, y para toda su extensa familia. Allí, el éxito de Mama se medirá no tanto por haber cruzado el mediterráneo hasta Europa para vivir una vida mejor. No, allí en su tierra, el éxito se medirá por la cantidad de ladrillos de adobe que conformen su casa; quizás la compra de alguna cabeza de ganado, o de tierras para cultivar. Su familia le espera para que habiten su nueva casa. Y sus vecinos sentirán quizás envidia, y decidan venir a España, a repetir el sueño. Un sueño de ida y vuelta.
Cuando pase el tiempo, Mamadou sólo conservará algunos recuerdos de su estancia en España. Pero sus manos nos leerán la otra historia. Esa que sus labios y sus ojos ahora callan.



17 de junio de 2006

Adiós a la Cueva del Ocio


Tres años exactos. ¿Cuánto tiempo iba Musafir a quedarse en este puerto...? "Tres años", habría sido la respuesta correcta.
***

Recuerdo aquél primer día en que llegué. Media mañana de un mes de junio. Las Hogueras ya estaban "plantadas" por todo Alicante. Música no muy estridente a estas horas tempranas. Un cartel luminoso semifundido iba viéndose mientras asomaba yo por la rampa...
Allí estaba. Aquel pequeño recinto, sin puertas, ni ventanas, ni techo...
Sólo con dos paredes de cristal, y un par de mesas dispuestas estratégicamente que "invitaban" a entrar a los clientes.
Folletos; decenas, que digo, cientos... sino miles. De todos los colorines en unos soportes de metacrilato trasparente.
Parafernalia aérea sobre mi cabeza colgaba del techo virtual de la pintoresca oficina.
***

Musafir estaba realmente extrañado de aquello. Y aquí, ¿dónde atracan los barcos?, parecía preguntarse, haciendo una mueca de duda.
***

Entre cartón y papeles plastificados pasé mi primer día, esperando desentrañar los misterios de aquella especie de mostrador de ventas.
Fue por la tarde, cuando me percaté de dónde me había metido.
El penetrante olor a palomitas con azúcar requemado que venía de la tienda de chucherías de enfrente me dio las primeras pistas.
El resto lo averigüé sobre la marcha.

Siete de la tarde de finales de un mes de junio. La marabunta ya corre por los pasillos kilométricos. Es normal, el recinto está climatizado. Esta cueva del Ocio está pensada para que vuestro dinero se sienta más comodo corriendo entre vuestras inquietas manos que en vuestros esquilmados bolsillos.
No os preocupeis: todo está milimétricamente calculado.
La música está convenientemente elevada esta tarde.
***

Musafir siente una divertida sensación de euforia. La calima de la tarde le está nublando la razón. Junto al puerto recién pisado, hay un mercado. Tiene ganas de ver lo que allí se ofrece. Quiere comprar algo; pero aún no sabé el qué...
***

Tengo ya la boca seca. Son las diez menos cinco de la noche. Mis oídos estallan tras seis horas seguidas de la misma música machacona a todo trapo.
Me he quedado sin voz de tanto gritar por teléfono.
No he descansado ni siquiera dos minutos. (Si pudiera ir al baño...)
Pero parece que hoy se debe acabar el mundo.
La marabunta ha decidido hacer cola frente a mi mesa.
"Señores clientes: son las diez de la noche, (...) cierra sus puertas"
Y aquí no se mueve nadie.
¡Qué no cunda el pánico!
De la Cueva del Ocio, todo el mundo sale satisfecho.
Unos saldrán con las vacaciones de su vida para ver al pato Donald y Blancanieves, pendientes de un crédito; y otros, simplemente, se contentarán con un folleto a todo color cuya portada es una foto de una playa con cocoteros y una señora estupenda con un daikiri en la mano.
Todo es posible. (Eso se oye por la megafonía una y otra vez)
y debe de ser verdad... Nadie se quiere marchar. Son las diez y cuarto.
Empieza a caer el telón de esta función diaria. Sólo cerramos cuando la ley nos impide seguir abiertos.
Es un telón de plástico. Serigrafiado con una preciosa estampa de aparadores llenos de pimientos verdes y rojos, a tamaño natural. ¡Qué bonito! ¡Si hasta a mí me dan ganas de comérmelos con los ojos!
***
Musafir asitió estoicamente durante tres años al mercado medieval que se montaba todas las mañanas temprano junto al muelle de carga.
Su barco, varado, yacía sin pena ni gloria en el puerto. Embobado por el brillo de las luces y el verbo fácil de los vendedores de baratijas, se dejó Musafir su tiempo libre, y su vida en este puerto de raros comerciantes. Las jarcias de su velero se estaban pudriendo lentamente. Y es que la humedad al final destruye todo.
***
Con el tiempo, uno hasta se acostumbra. Y le parece normal todo esto. La Cueva está viva, y escupe su veneno embriagador por todos sus rincones. Te atrapa.
Así estuve yo tres años. Atrapado.
Por suerte, al final me desperté del sueño de este monstruo. Empecé a rascar las paredes de la cueva madre. Ya no era papel repintado, ni siquiera el brillo era el mismo.
Me sobrevino el desencanto. Y luego la rabia.
Había que salir.
Y la luz, la he visto al fin.
***
Otro nuevo mes de junio. Musafir prepara el velamen de su barco. Mañana clara y viento favorable.
El mercado ha perdido su encanto. Las mercancías son siempre las mismas. Ya no hay nada que ver. Antes de agotar todo sus recursos, Musafir prepara la partida.
Los avariciosos comerciantes miran con recelo la escena. "Otro que se nos va, ummm"
***
Junio. Finales. Quedan unos días para las Hogueras. Estoy como pez en el agua, dentro de mi "pecera" de cristal. (Hace no mucho que me enteré que es así como llaman a mi oficina: sin puertas, ni techo... sólo con tres paredes de cristal y el frente abierto).
Hace unos seis meses me trasladaron. Aquí ya no hay telón de plástico; simplemente no hay.
Bueno. Me voy por fin.
Unos días, y estaré dibujando de nuevo, que es lo que a mí realmente me gusta.
Se acabó el tener que oír diez veces al día el mismo disco de Camela.
Ya no suplicaré porque no se nos muera ninguna otra folclórica, para así evitarme el luto... y los tres meses escuchando los grandes éxitos de Rocío Jurado o su tocaya la Dúrcal...
Me perderé el final del Mundial de Fútbol de Alemania, que hasta ahora disfrutaba a 100 decibelios y en pantalla de plasma panorámica de 52 pulgadas.
No veré ya más carritos de súper conducidos, (sin carnet por puntos) por un puñado de frikis. (Freaks) para los puristas frikis; Ya sean alemanes. O franceses, o belgas... todos llenos de sacos de 30 kilos de comida para perros.
¿Será que tienen todos un criadero canino? No sé... a lo mejor las galletitas para perro están buenas, y sale a cuenta (¡glup!)
Al final, todos nos movemos por lo mismo; dinero. Ya no veré con tanta frecuencia billetes de 500 Euros sospechosamente procedentes de debajo de un ladrillo... ( Y luego dicen de Marbella)
Pero por lo menos, lo que vea, será más limpio. Porque para ganar casi lo mismo que las compañeras que limpian los baños de los que luego me pagan a mí sus viajes con billetes negros de 500, yo creo que tres años ya son suficientes.
***
Musafir se aleja de puerto.
Las luces de las casas viejas se van apagando en el horizonte nocturno, tragado por el inmenso mar.
Calmado, el barco de Musafir ya busca otras aguas. Nuevos desafíos.
Ya tiene el rumbo fijado de nuevo.
¡Adelante! Ya nada te detiene marinero.

1 de junio de 2006

La primera noche de Yanub y Shamal


En este fin de mayo, (que más parece febrero, por el frío repentino y la lluvia pertinaz), me acuerdo de aquellos días de invierno que se fueron. Frente al mar, en la noche cristalina de enero, vi el resplandor de Orión, el Cazador mitológico de los antiguos griegos, sobre mi cabeza.
Y lo más curioso es que no sentí en aquel momento temor alguno; vaya, "un arquero con un perro detrás de un toro" no es una visión muy tranquilizadora, la verdad...
El caso es que aquella noche de fin de un año y empiece de otro, eran otras las estrellas y las constelaciones las que me llamaban la atención.
Musafir, el viajero (más por deseo que por efecto) había estado absorto mirando al sur durante días y noches de verano e invierno. Y fue entonces cuando se dio cuenta así, de repente, que sus pasos se encaminarían hacia el norte. ¿El norte? Sí; Musafir navegaba algo desconcertado en su pequeño barco, buscando la brisa favorable que lo acariciase suavemente, y lo meciese empujado hacia latitudes meridionales. Pero fue la brillante luz de Shamal, (la estrella del norte) la que le marcó de nuevo el rumbo a seguir.
Y no era precisamente hacia el sur. No; en el horizonte despejado del sur, un nuevo astro, Yanub, se había aliado con su parejo Shamal del norte. Y ambos estaban susurrando a las velas del barco de Musafir. Suaves melodías de vientos nunca antes escuchadas... y un marinero, arrastrado por la corriente hacia el norte.
Luz azulada de Yanub, que vino a mezclarse con el blanco resplandor de Shamal.
Ambos, nacidos del sueño de una noche invernal, mitad un año, mitad otro.
Que se tocaron apenas con los dedos sobre la cabeza sorprendida de Musafir,
Y lloraron todo lo que nunca antes nadie les había consolado.
Suave sonrisa azul que brotó de aquel encuentro,
Y recorrió montañas y valles de hombres, y cielos y nubes de hadas.
En el calor de la primavera que a veces nos engaña con sus fríos repentinos,
Ya se palpa el dulzor de los frutos en la rama.
Musafir observa su rostro reflejado sobre el mar quieto,
Y sonríe de satisfacción; felicidad azul, de nuevo, la que llena su alma.
Como el azul de la mar, hoy sin olas,
Como el azul del cielo, hoy sin nubes.
Navega, pues Musafir; Yanub y Shamal ya se hablan.
Y de su diálogo pausado, está tomando tu barco la ruta.
El norte te espera impaciente.
Ya vendrá de nuevo la mar dorada.
Ahora te corresponde abrigarte,
La Aurora boreal te aguarda.

2 de marzo de 2006

Trece años con Valencia


Me viene a la cabeza la canción "Cómo hemos cambiado" de Presuntos Implicados, en este inicio de año en el que nos hemos enterado que la vocalista del grupo, Sole Giménez, abandona el mismo después de más de veinte años. Y yo hago mía también esta expresión de esa conocida canción del grupo, que se fundó en la ciudad de Valencia a principios de los años ochenta.
Porque en mi caso, después de veinte años viviendo en la Comunidad Valenciana, casi puedo decir que ha sido esta tierra volcada al mediterráneo la que ha modelado mi originario carácter mesetario de interior y lo ha transformado, inevitablemente, en un reflejo de esta luz clara y este mar vivo que, a fin de cuentas, se ha convertido en mi hogar.
Casi trece años llevo yo de relación más o menos "formal" con la ciudad de Valencia. Recuerdo aquel día de finales de septiembre del 93, cuando pasé mi primera noche en un piso de Valencia. Por aquellos años, la ciudad era bastante gris y triste, no sólo físicamente, sino también emocionalmente; una ciudad, desde mi perspectiva, que no terminaba de encontrarse; que no sabía que existía el mar, y que no disfrutaba de la luminosidad de su cielo. Era como aquellas señoras de pies cansados, recostadas y dormidas en un sueño eterno, a la espera de que llegara alguna vez el príncipe azul que la besara y la despertara.
El caso es, como en toda bonita historia de amor, que el príncipe llegó. Y Valencia empezó a despertar de su letargo de siglos, mirándose al espejo, y dicíendose a sí misma lo guapa que era.
Valencia empezó a sonreír al mismo tiempo que mi alma se ennegrecía. A finales de los noventa, con el temor ante el famoso "efecto 2000" metido en el cuerpo, "rompí" mi relación con Valencia. Tardes de lágrimas y lluvia se encargaron de hacer la ruptura más amarga. Mientras la capital del Turia se pintaba los ojos, yo me asfixiaba con su peso.
Y tuve que huir; como huyen los amantes cobardes: de noche, sin llevarme nada más que mi ropa; me arranqué a Valencia de mi piel, porque me abrasaba. Apenas unas líneas manuscritas en una hoja usada sirvieron de nota de despedida... a lápiz.
Y la abandoné; con el alma encogida, y con el resentimiento de que nos encontraríamos de nuevo y yo no soportaría su presencia...
Pero, como se suele decir, el tiempo todo lo cura. Y, aunque ella no lo sabía, el amor que nos teníamos nunca llegó a apagarse por completo. (A pesar de que ella se echaba a los brazos de otros amantes)
Así fue como volví. Ya nos habían dicho que el siglo XXI había entrado oficialmente, (salvadas las sesudas discusiones de los "expertos" en estas materias de si fue en el 2000 ó 2001)
Allí estaba yo, de nuevo. Y la señorona, muy educada ella, me reconoció. Era algunos años mayor, pero lo cierto es que le habían sentado muy bien. Y fue cogido de su mano, como fui redescubriendo una ciudad nueva para mí. Las grises fachadas y los oscuros barrios, se fueron apareciendo ante mí coloreados como nunca antes los había visto. Y llegué a dudar de esta nueva Valencia; y pensé incluso que estaba seduciéndome de nuevo, para volverme a someter a sus dictados...
No; esta vez no era así. Las intenciones eran benignas, y mi predisposición, cálida.
Y llegaron tardes de té y de sol, al abrigo de una conversación pausada y sincera.
Y conocí, por fin, las entrañas de esta fascinante ciudad, que palpita con la fuerza del optimismo.
Hoy, después de trece años, me digo a mí mismo: "Cómo hemos cambiado". Y hoy, después de casi nueve años de rencor y cuatro de reencuentro, no puedo más que decir que nadie sabe cuanto amo a esta puta ciudad. Una ciudad de doble rostro, como la luna que ilumina sus noches, porque ha sido en ella, (y con ella), donde he pasado los peores y los mejores días de mi vida:
-Por lo que tú y yo sabemos, hoy te hago este pequeño homenaje. Y que sea por muchos años más, ¡¡Guapa!!

27 de enero de 2006

Sinestesia

Hace apenas un año, navegando yo por este ciberespacio que es en definitiva internet, me topé casi por casualidad con una página brasileña que decía algo así como: "sinestesia, o cuando 4+3=amarillo!!
Apenas un título tan simple, provocó en mí una reacción de sorpresa: ¡¡Uau!! -recuerdo que exclamé. ¡¡Si es verdad!! EUREKA, que diría aquel sabio antiguo.
Aquella palabra de resonancias griegas, apenas rastreada por mí anteriormente, estaba dando sentido a una percepción mía que yo experimentaba desde que tengo uso de razón. Así que no todo el mundo ve los números y las letras de colores, pensé. Vaya, yo creía, (inocentemente tal vez), que todos teníamos esa capacidad... Quizás por esa razón nunca le pregunté a otra persona eso de : "oye, ¿de que color es tu número cinco?... que el mío es azul" (sic)
Alguna vez, de pequeño, se me ocurrió decírselo a un profesor del colegio: "profe, profe, veo las letras y los números de colores, ¿y usted?"... Aquel pobre hombre me miró con cara de incrédulo, y esbozó una sonrisa. Supongo que por dentro pensaría: "este pobre niño flipa en colores"
Así me quedé yo... sin respuesta. Pero mientras, dentro de mi cabeza, cada número cinco siempre me espera en cada letrero, número de teléfono o nota de clase, vestido con ese precioso azul añil brillante.
Más tarde, y después de indagar algo más en la cuestión, resultó que la sinestesia es caprichosa y múltiple, y que no sólo va por ahí pintando de colores letras y números de la gente para regocijo del que así lo percibe y desconcierto de quien no. Ahora me entero que también une música con colores, sonidos con imágenes, o tacto con gusto. ¿Pero qué ocurre aquí: acaso los sinestetas están bajo los efectos de algún psicotrópico constantemente?
Si yo voy por ahí diciendo que cuando voy conduciendo, me parece que los semáforos "emiten sonidos" cuando parpadean en ámbar, o cuando cambian del rojo al verde, la DGT puede muy bien quitarme el permiso de conducir, alegando que no estoy en condiciones de discernir sobre la realidad o la ficción.
El caso es, que a pesar de todo, es cierto. Y que realmente, yo "oigo" a ese semáforo en ámbar, como una campanilla que hace "tin-tin" alternativamente. Y si veo la señal de límite de velocidad a 90 km/h, no puedo evitar pensar en que es una velocidad que me pone al rojo vivo y negro al mismo tiempo (90)
Así es que, pese a lo que digan los psicólogos, y los neuropsiquiatras, aquí estamos nosotros: en nuestro mundo de colores, sonidos, sabores y tacto... todo mezclado, para fastidiar a los estudiosos.
Yo no sé si será algo aprendido desde la infancia; si será que todos los humanos nacemos con sinestesia, o esa mezcla de los sentidos, y que cuando el cerebro del bebé madura, las conexiones entre las diferentes áreas de percepción se separan. No lo sé. Lo cierto es que es real. Que no nos lo inventamos. Que para mí, mis domingos siempre han sido azules, como que enero es un mes rojo, a pesar del frío. Qué haría yo si las notas del piano no fueran moradas y pardas como la tierra mojada... Por favor, que nadie haga que enmudezca la luz del faro que hay junto a mi casa, que lleva señalando a los barcos el buen rumbo con su chorro de luz blanca y su lamento agudo, casi un silbido lejano...
Todo eso y mucho más aún es para mí la sinestesia