10 de septiembre de 2008

Abrazo Redondo

arenaazul 

 

 


Discover Cristina Branco!

 

 

El origen del mito

Escuchó Musafir decir alguna vez a un antiguo pensador clásico que los seres humanos no fueron siempre como ahora, es decir: bípedos, erguidos, con dos brazos y dos piernas, una cabeza en lo alto mirando al frente, y una pequeña cicatriz circular en el abdomen, a modo de remate de la piel, o sea, el ombligo.

Que antes de la invención del tiempo, los dioses habían pensado en qué tipo de criaturas iban a crear para que pudieran luego levantarles los más hermosos templos y adorarles con total devoción.

Creían estas divinidades, no sin razón, que cuanto más felices estuvieran estas criaturas inferiores, más satisfacción hallarían éstas en lo tocante a rituales, sacrificios y adoración hacia sus padres creadores.

Y así fue el origen de los primeros a ser llamados humanos. Esferas casi perfectas, seres redondos cuyos costados y espaldas formaban un círculo; estaban dotados de dos rostros sobre un cuello circular en una misma cabeza pensante; cuatro extremidades inferiores enfrentadas dos a dos; así como también otros dos pares de brazos entrelazados como una planta trepadora, y dos pares de orejas. El género de estos seres primigenios descansaba, igualmente, unido por el bajo vientre en grupos de dos órganos sexuales por cada individuo, cuyas combinaciones naturales eran tres: tanto masculino-femenino, como masculino-masculino e incluso femenino-femenino.

Hace tanto tiempo desde que Musafir compartiera diván y banquete con este pensador de la Grecia Clásica, en aquel momento de esta narración casi fantástica, que casi se olvida de cómo serían entonces esas combinaciones dos a dos entre los hombres del primer momento, y cómo conseguían caminar.

Recordó Musafir entonces el nombre del filósofo griego, Aristófanes, y también el final del mito:

Caminaban en posición erecta como ahora, hacia delante o hacia atrás, según desearan; pero cuando querían correr con rapidez daban una vuelta de campana haciendo girar sus piernas hasta caer en posición vertical y, como eran entonces ocho los miembros en que se apoyaba, avanzaban dando vueltas sobre todos ellos a gran velocidad. Eran, pues, seres terribles por su vigor y su fuerza.

 

La soberbia del hombre y el castigo de los dioses

Dice el pensador griego que tan grande fue en un momento dado su arrogancia y soberbia, que se cansaron de adorar a los dioses. Se sentían en verdad tan superiores que quisieron rebelarse contra sus creadores y atacarlos con el ánimo casi de suplantar su poder. Pero el dios supremo del Olimpo, Zeus, se enteró de estos planes. Y a pesar de toda la pena que le dio, no tuvo otra manera mejor de controlar a los hombres que quitarles parte de su fuerza. Así, por la misma razón que antes los había hecho felices, ahora sabrían los hombres lo que es añorar parte de su ser.

Decidió cortarlos en dos mitades, de forma que se sintiesen por sí solos incompletos. Les hizo padecer la desesperación permanente en cada uno de buscar la otra parte que los completara, y que a pesar de la búsqueda, no encontrarían jamás. La condena consistió en añorar la otra mitad, de modo que ni el abrazo de los cuerpos pudiera recuperar la unidad original. Muchos acabaron muriendo de hambre e inanición general por no hacer nada los unos separados de los otros. Y aún muchos más se desesperaron en un abrazo fatal con aquella que incautamente creían de manera inútil como su parte complementaria.

 

El mito, hoy en día

Muchos siglos han pasado ya desde que Musafir conociera este mito. Pero lo cierto es que, hoy como entonces, hombres y mujeres, hombres con hombres, y mujeres con mujeres, buscan siempre a la otra mitad, intentando quizás rememorar aquella narración clásica; buscando tal vez aquella mitad que ancestralmente se ha grabado en su memoria, y que es la que los apacigua y les da felicidad plena.

Mucho han cambiado las cosas desde el tiempo de Platón, reflexiona en voz alta Musafir. Y no sin razón, me argumenta que en la sociedad de hoy en día, este mito no tendría cabida; que el trasfondo de castigo no sería asumido con tanta naturalidad por los contemporáneos de hoy. Que ahora se acepta con mayor naturalidad que un hombre ame a una mujer, o una mujer a otra, e incluso un hombre a otro, sin crear un gran conflicto social más allá de dogmas religiosos procedentes aún del pasado.

En eso, estoy de acuerdo con Musafir.

 

El escepticismo de Musafir

Curioso mito, me comenta Musafir, mientras desempolva un más que desgastado librillo: "El Banquete", de Platón.

El mes de agosto ya se extinguió, pero el calor de "Lorenzo" aún lame la piel del más osado, sobre todo a mediodía.

Dice Musafir que a pesar de haber estado en la antigua Grecia, no cree en las historias más o menos fantásticas que intentaban explicar por un lado los fenómenos físicos en general, como de comportamiento humano en particular por el otro.

Le respondo que no desdeñe así estas historias. Quizás se sorprendiera Musafir si hubiera observado la escena que presencié yo hace varios días y que más adelante esbozaré un poco.

Es curioso, siempre suele ser Musafir quien intenta convencerme de que sus vivencias son totalmente reales... cuando para mí, muchas de ellas no son más que el fruto de sus ensoñaciones de caminante sin rumbo fijo. (Pero esto no se lo diré a él, no sea que se enfade conmigo).

 

Lo que Musafir no ha visto

Tan solo añadiré en referencia a este asunto que yo mismo he sido siempre muy escéptico en cuanto a tomarse los mitos clásicos al pie de la letra...

Pero mi rigidez casi dogmática cambió hace apenas varias jornadas:

 

Noche de mar y cielo de constelaciones. La civilización no ha podido todavía morder con sus fauces envenenadas este pedazo de tierra.

En este escenario, dos figuras humanas, recortadas bajo la noche, unidas en abrazo profundo, durante más tiempo del que tarda Sirio en recorrer el firmamento nocturno.

Erguidas, como dice el mito; de pie. Inmóviles. Ignorando la sal y la arena que humedece sus pies. Cuatro piernas; y cuatro brazos... que así todos juntos formaban una esfera, redonda, unida. Como temiendo que el tiempo se pudiera desvanecer si se soltaran. No quisieron separarse ni para tomar aire... hasta que casi amaneció y la luz y el cansancio los hizo volver en sí.

 

Si le hubiéramos quitado a la escena los dos mil quinientos años que la separan del mito que narró Aristófanes, nadie habría dudado que estaban representándolo de nuevo.

Dos milenios y medio de distancia... y nosotros, pobres mortales insignificantes, seguimos representando los mismos mitos que nuestros antepasado clásicos nos legaron. Llevamos la cultura mediterránea incrustrada en nuestra mente; a base de fuego, aire, tierra y agua...

 

En conclusión...

Yo sólo pude observar la dulce escena. Y levantar la mirada al cielo negro, limpio de luces superfluas. Quizás buscaba en ese tal "Zeus" una respuesta. O una sonrisa cómplice... no sé. Una señal que me indicara que los dioses estaban observando la debilidad de los hombres, una vez más. Como lo han hecho durante miles de años...

Musafir no fue testigo esta vez de su propio relato...

Por esta vez, lo fui yo. Y fue real. (O eso creo, si mis ojos no me engañan)

Pero, ¿acaso puede uno ya confiar en lo que ven sus imperfectos ojos de humano?

Quién sabe...