3 de julio de 2007

Los brazos de la madre

Musafir se ha vuelto a reencontrar con la tierra interior que lo vio nacer. Diez años después, a esta suerte de aprendiz de marinero, un golpe de timón totalmente inesperado lo llevó hasta el mismo centro geográfico de la tierra. No había viento; ni estrellas en la noche; ni brújula. Pero lo cierto es que el pequeño barco arribó a puerto seco. Lágrimas de emoción y melancolía, las que vistieron el rostro sereno de Musafir al pisar de nuevo suelo materno.
Sintió que otra vez, como una madre, la tierra lo acogía entre sus brazos, sin rencor... a pesar de la década de ausencia.

Y el diálogo fue breve, pero intenso al mismo tiempo. A la tierra madre de Musafir, le habían crecido los brazos. Éstos, se elevaban hacia el cielo desafiando la gravedad, pero se mostraban orgullosos. La madre, ya tiene siglos de historia a sus espaldas. Y piensa Musafir que nunca dejará de reinventarse a sí misma. Aunque un día muera Musafir... Allí permanecerá la tierra. Tan hermosa como la vieron sus antepasados. Y tan cambiante como la vivirán sus descendientes.


Recuerda Musafir que hace diez veranos, la sombra de los mismos árboles, en el mismo parque, ya lo cobijaron. Y también recuerda, no sin cierta amargura, que en aquel último verano junto a la madre, Musafir lloró de duelo: se había quedado un poco más solo. Vestido de negro, Musafir tuvo que recorrer calles y parques... en pleno ecuador del mes de julio. Traumáticamente, abandonó Musafir a la madre. Con la cabeza baja. Y sin volver la mirada atrás. Así se fue Musafir de la tierra adentro que lo vio nacer... Con el dolor metido en el corazón, y la negrura acechando a su pobre alma.


Pensó Musafir durante dos lustros que jamás volvería a ver a la madre. Demasiado dolor. Y sin embargo, el regreso se produjo. Cerca ya del reencuentro, vio por fin Musafir la silueta recortada de su tierra. Con los cuatro brazos nuevos levantados hacia el mismo cielo; esperándole; anticipando el ansiado abrazo. Y este llegó. Y se produjo en aquel mismo parque, bajo los mismos árboles, y en la mismas fechas...

Y Musafir también lloró. Pero no de dolor;
Lloró de emoción. De contenida emoción. Apenas un día. Un sólo día para resumir diez años. Y valió la pena. Musafir ya no iba de negro. Los colores del arcoiris se encargaron de borrar de su alma la negrura de antaño. Ya no había razón para el duelo. Y sí para la celebración. Musafir caminó por las arterias de su tierra; su madre. Con la cabeza bien alta. Como nunca antes se lo hubiera imaginado. Atravesó con su barco los parques, las calles, y las plazas de su infancia.
Incluso el barrio innombrable. Ese también.

Y, tras una noche de gentío, y una mañana de descubrimiento, llegó la hora. Silenciado por fin el revuelo, y aplacada ya la melancolía, Musafir se dispuso a partir de nuevo. Reparado el daño y reconciliado el ánimo con la tierra.

Siempre en movimiento. A Musafir le puede el mar. Aunque esto le duela a la madre de interior. La mar del sur ya reclama a nuestro viajero, que desea mojarse de nuevo. Y su pequeño velero ya le insiste.

Quedó pues, la madre lejos, allá tierra adentro. Pero mientras Musafir se alejaba, la tierra, la madre, se despidió de él: con sus cuatro recientes brazos erguidos. Y Musafir no rehusó mirar atrás en esta ocasión.
Y las lágrimas corrieron sinceras ,como ya lo hicieran tiempo atrás, por las mejillas de Musafir; vestidas ahora de color. Y en su boca, la sonrisa se vio fugazmente.

-Adiós, madre. Hasta pronto.-
Esas fueron las últimas palabras de Musafir, el hijo.