9 de septiembre de 2005

La encrucijada

Desde hace ya algo más de dos años, Musafir y yo empezamos a trabajar en una agencia de viajes, seducidos quizás por los comentarios del tipo: "¿Turismo?, qué bien, ¡viajarás muchísimo, y conocerás a gente muy diversa!
La realidad, sin embargo, se encargó de devolvernos a los dos los pies a tierra firme: viajar, lo que se dice viajar, sólo lo han disfrutado mis familiares y amigos, aprovechándose de las ventajas de tener a un "asesor de ofertas de última hora" 24 horas de guardia...
Por el contrario, conocer a gente, sí que puedo decir que he tenido la ocasión de entrar, aunque sea de por un breve instante, (y de puntillas), en la vida de los más variopintos personajes.
Porque tener el mostrador dentro de un centro comercial, sin puertas, abierto de par en par a un pasillo cubierto, climatizado, con música ambiental y frente a una rampa que cada minuto escupe innumerables compradores motorizados con su carrito, es una experiencia del todo única.

Ayer estaba yo aguardando la avalancha vespertina de las siete, mirando embobado la rampa mecánica que me queda a la altura de los ojos, y haciendo mis cálculos sobre los kilómetros que virtualmente he recorrido en dos años de estático trabajo: Unos treinta metros de longitud, a una velocidad media de 30 cm/s y en funcionamiento 13 horas al día durante 365 días al año... daba un resultado aproximado de unos ¡¡¡ 25.000 km en dos años!!!
¡Vaya, pues sí que he viajado!

Al final, lo que empezó siendo un curso de prácticas de la diplomatura de turismo de 3 meses de duración, se ha convertido en todo un master en sociología de dos años y medio.
En la Encrucijada en la que me desenvuelvo a diario (véase el juego de palabras: "encrucijada: cruce de caminos; y en francés,
Grupo de distribución y alimentación de capital galo del mismo nombre"), he tenido un amplio abanico de clientes. Todos ellos cargados con sus historias particulares. Un agente de Viajes se convierte así en una especie de confesor, de médico de cabecera, de asesor legal, de vendedor de sueños, de hombre del tiempo, de celestina propiciatoria de encuentros clandestinos, o de traductor de alemán, francés, inglés, ruso o árabe. Por no decir de guía turístico, de testigo de desengaños amorosos, de fragua de parejas o de desencadenante de rupturas, de defensor de la iguadad de derechos para gays y lesbianas, de paño de lágrimas, o de amigo, incluso.
Pequeños encuentros que comienzan siempre con el mismo ritual: asomando la cabeza primero, y luego el resto del cuerpo, por esa rampa dinámica, silenciosa... a modo de cinta transportadora de individuos, que inevitablemente desembocan en mi mesa.

No he viajado mucho, es verdad; pero las miles y miles de personas que he tratado durante este tiempo de todas las procedencias y condición social me han enriquecido muchísimo como ser humano. Y es que son 25.000 km de vivencias, recorridas a pie, en esta encrucijada de caminos moderna, donde desde el cirujano más prestigioso, hasta el más humilde inmigrante sin papeles se mezclan en este batiburrillo que son los centros comerciales.

Porque al final, todos suben y bajan por la misma rampa. Ésa que tengo al nivel de los ojos, y que ahora mismo estoy contemplando, presintiendo ya el rumor que llega... Son las siete y media de la tarde; ¡ya veo asomar las cabezas!